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La Milera 

  • Por Eva San Román Noriega
  • 25 feb, 2022

Esto es un subtítulo para su nueva entrada

Cuando mi hermanu mayor y yo éramos chicos mi madre mecía veinte vacas en una cuadra que teníamos en La Milera. Ramón ocupaba la cuadra de al lau con las suyas. Pedrito una un pocu más allá. Juanjo tenía otra a unos cien metros, y Juaco en frente de la de ésti también atendía la su cabaña. Muchas de las tardes de mi infancia las pasé en aquel barriu de Panes porque tenía que esperar a que mi madre meciera pa cargar y repartir luego las perolas llenas donde hacía falta.
Mientras ella mecía yo igual echaba pa atrás el cuchu. O, lo más probable, enseguida escapaba a casa de Milagros, o de Finuca y Jose, o de Cardi, o de María y Sebio, o a la de los maestros, o a La Corralada a jugar con Ana, con Vanesa, con Miriam, con Silvia o con quien anduviera por allí. Siempre había alguien porque, además de cuadras, había casas, y todas habitadas. Porque, además de cuadras, había vida. De hechu, casi me atrevería a decir que había tantas casas como cuadras. El casu es que unos con otros nos complementábamos.
Dos veces al día, desde la primavera y hasta el otoño, soltábamos a aquellas vacas pintas al prau pa que esparcieran un pocu y no estuvieran siempre prendidas. Siempre el mismu caminu que ellas sabían de memoria. Ir detrás de ellas era el trámite pa cerralas cuando llegaban o abrilas pa volvelas a la cuadra. El casu es que en aquel tránsitu las vacas cagaban y alguna que otra queja y algún que otru disgutu pasamos en casa porque en los meses de veranu circulaban las mis pintas por al lau de un bar. En inviernu también, pero no era tan escandalosu se ve. De aquello hace ya 25 años por lo menos.
Salvo esa queja hostelera, no recuerdo a Amparo, a Luisa, a Finuca, a María o a Luli, que no tenían vacas y vivían en La Milera, al pie de las cuadras, quejándose por un olor, ni un ruidu, ni una mínima molestia de nada. Tampocu oí un lamentu a los veraneantes que llegaban al barriu jamás en la vida.
Con el tiempu, la miseria a la que pagaban la leche, la pésima gestión administrativa, la falta de respetu gubernamental y el intentu de sobrevivir de los ganaderos, las vacas de La Milera pasaron a mejor vida y las cuadras se vaciaron. Supongo que ahí empezaba el declive. Ni mi madre, ni Ramón, ni Pedrito, ni Juaco ni Juanjo. En el barriu ya no quedan pintas. De hechu, ya casi no queda nada. Unu puede pasar por allí a cualquier hora y no ver ni a un alma. Las casas siguen, la mayor parte de ellas vacías. Los que íbamos detrás ni se nos ocurrió volver a ello viendo el porvenir. Y menos mal. Porque resulta que si no llegan a marchar, los iban a echar por decreto.
Porque eso es lo que le va a pasar a unos vecinos de Suarías, que aún tienen las cuadras entre las casas y tienen que arrancar con el montante pa otru lau porque se lo exige la ley. Que se vayan, que molestan, así, en esencia. En el pueblu, en las cuadras de toda la vida, ya no pueden estar. En las cuadras que compraron o levantaron los güelos ya no vale, tienen que construir una nave lejos, a 500 metros como pocu, donde no dé el aire de cualquier lau pa, cito literalmente el Real Decreto: tener “una menor incidencia de los ruidos y olores en las poblaciones cercanas”.
Busca tú ahora un prau llanu en Suarías o aledaños. Y que esté lejos de un ríu, de algún nidu o de alguna charca en la que estén criando renacuajos raros pa que el Gobiernu de la nación, de la región o de la población te den la licencia de los 32 permisos que necesitas pa empezar a construir. Eso, si te la dan.
Llevan sacándonos de los pueblos desde hace dos décadas. Si no es por "h" es por "b". Ahora ya lo hacen por decreto, pero el rumbo lo marcaron desde los despachos hace muchísimu tiempu unos cuantos técnicos y políticos mediocres que no fueron capaces de crear normas pa generar convivencia. Porque es más fácil ponerse de perfil y tirar por la calle del medio. En nada no podremos comer ni mierda, porque ya no hay vacas que caguen las caleyas.
En Suarías hay el lunes una protesta. Por si queréis ir.
(Qué pena que esos técnicos y esos políticos no vayan a querer tantu a los animales como Vera quiere a los de su padrino. Porque de los hijos de mi madre, el grande y yo no quisimos seguir el caminu. Pero el chicu salió rarín )
Por Eva San Román Noriega 23 de agosto de 2022
"Mombeltrán era el pueblo más bonito de Ávila. Al menos para nosotras. Allí nacimos, el mismo mes de 1927; allí crecimos, mientras vimos pasar una guerra que nos dejó arrasada la mirada y una posguerra que nos hizo pasar más hambre que el que podríamos desear a nadie; y allí nos enamoramos, de dos buenos hombres que murieron el mismo día.

Armando y Andrés, su marido y el mío, habían salido con las cabras muy temprano hasta unos pastos que frecuentaban en la sierra de Gredos. Nadie supo nunca qué fue lo que sucedió allí arriba, pero ninguno de los dos volvió a casa. Los encontraron 12 días más tarde despeñados.

Amelia no tenía hijos. Yo tenía 4, 31 años y mucho miedo. Me había quedado sola para criar a cuatro niños de 8, 6, 5 y 3 años. El mayor era epiléptico. La vida se había dado la vuelta y, de pronto, a mí todo me venía grande. Pensé muchas veces en el suicidio. Los niños se criarían con mi madre y, con más o con menos, saldrían adelante. Pero me faltó valor.

Me arremangué y me enfrenté a lo que me había tocado. Trabajé muy duro durante muchas horas al día. Luché lo indecible por que mis hijos tuvieran todo lo necesario para criarse con salud. Intenté que estudiaran y lograran un futuro mejor que el mío, lejos de aquella Castilla tan seca y amarilla que, a veces, aunque bonita, nos arañaba las entrañas. No hubiera podido hacer nada sin la ayuda de los míos, de mi mejor amiga, que nunca dejó que me derrumbara y que siempre me ofreció su casa, su vida, para aupar la mía cuando parecía venirse abajo.

Vamos a ahorrarnos aquí las penas, las lágrimas y las noches sin dormir amarrando a la cama a mi Antonio cuando le daban sus ataques, cada vez con más frecuencia. Fue horrible.

Empecé a disfrutar de la vida cuando llegaron los nietos. Con ellos conocí uno de los amores más puros que jamás he sentido. De cuidar a mis hijos y atender a mi madre, pasé a cuidar a mis nietos cada vez que cualquiera de mis hijos lo necesitaba. Era, al fin, feliz. Lo era porque todos estaban bien, todos tenían salud, trabajo y una vida tranquila. Lo era porque lo había logrado. Los había sacado adelante y no había muerto durante el proceso, algo que dudé en no pocas ocasiones.

- Mamá, ¿tú nunca has salido de Ávila?, me preguntó un día mi Antonio.
- No he tenido demasiado tiempo, hijo mío.
- ¿Y a dónde te gustaría ir?
- Siempre he querido saber a qué huelen los pueblos de costa, ver el mar, pisar la arena y pasear como lo hacen en los finales de las películas cuando todos son ya felices y pasean con un gran gorro de paja y la tranquilidad marcando el paso. Amelia y yo solíamos soñar con eso cuando venían las bofetadas fuertes de la vida.

Dos meses más tarde mi hijo Antonio organizó un viaje a un pequeño pueblo costero de Asturias. Nos llevó a Amelia y a mí a ver el mar. Y nos miró emocionado mientras nos vio llorar, cogidas de la mano, mirando aquel Cantábrico azul en un espléndido día de sol.

Teníamos 91 años. Y allí estábamos, 60 años más tarde de haber enterrado a nuestros maridos, intentando saber qué sentían los que paseaban tan felices al final de las películas. Podíamos haber soñado con más cosas... pero no tuvimos tiempo. Lo importante, lo que aprendimos, es que siempre hay que tener un sueño porque así existirá la posibilidad de que se cumpla".
Por Eva San Román Noriega 23 de agosto de 2022
No sé si en todas las familias, como sucede en la mía, hay alguien que conserva con cuidado los recuerdos. Los guarda en una caja y en su propio armario desde que yo tengo uso de razón. En la misma caja. En el mismo armario. La misma persona.

Son recuerdos sin valor material. “Joyas” de plástico y metal. De cristales y un amago de plata que podrá sobrevivir al paso de los años, pero nunca resistiría a su paso por el agua.

Son recuerdos con un incalculable valor sentimental. De los agostos de la infancia. De cuando la casa estaba llena de primos y tíos. De abuelos y padres. De cuando nos vestíamos en casa del madreñeru y nos ponía Carmina el pañuelu a todos los que llegábamos por allí. De cuando sólo conocíamos a “unas” que alquilaban los trajes regionales y escogíamos color, pero no nos garantizaban que fuera aquel el que finalmente nos entregarían el día de San Roque. De cuando aquellas indumentarias de aldeana y porruanu no pasaban por la plancha, y mucho menos por la lavadora, al llegar a Panes el 16 de agosto desde los ramos y las fiestas de Ruenes, Llanes o Cabrales.

No sé si en vuestras familias tenéis a una tía Loli que se encargó desde que ella misma se vestía, junto a tía Raquel y tía María Isabel, a guardar en una caja todo lo que podía servir para ponernos en el traje de aldeana. Cuando sus hermanas dejaron de vestirse a mi tía Loli le llegaron las sobrinas. Y hace seis años una nieta postiza. Y aunque ahora ya no nos ponemos mil collares ni pendientes enormes, a esa caja que ella guarda aún en su armario, siempre hay que recurrir para solucionar un problema de última hora y encontrar lo que falta por poner para adornar la solitaria. Y lo hay. Porque ella lo ha guardado. Siempre.

Tía Loli sabe de dónde llegó cada collar, cada broche y cada pendiente de esa caja que tiene más de medio siglo. Sabe lo que se perdió y lo que se rompió. Sabe quién regaló qué y dónde se compró cuál. Y conserva en ese recipiente que ya no tiene tapa y está lleno de colores y metales la ilusión de aquellos veranos en los que éramos muchos en casa.

No sé si en vuestras familias tenéis la suerte que tengo yo de poder recurrir a una tía Loli cuando os falta un broche el día de la fiesta. Pero ojalá que sí, porque os voy a decir una cosa, igual que es para la caja de los recuerdos de aquellos agostos, es para la vida y los problemas. Ella siempre ahí. En el mismo lugar, resolviendo problemas desde que tengo uso de razón.
Por Eva San Román Noriega 25 de julio de 2022
Son el Consejo de Pastores. Una suerte que ha tenido la Montaña de Covadonga. Han sido capaces de recoger, para luego legar, la tradición y la cultura de un oficio tan antiguo como golpeado. Y siguen resistiendo al tiempo y a las bofetadas de la administración.
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Los eligieron más de 200 ganaderos que llenan de animales y lloqueros los pastos altos de Cangas de Onís. Y ellos, a su vez, han decidido que los designios de su futuro quede en manos de un regidor: Toño, el de Mestas.
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Él lleva dando la cara los últimos 17 años. Y no sólo no se rinde, sino que echa mano de los recuerdos, de la infancia y la juventud, para no desfallecer cuando se da de bruces, una y otra vez, contra aquellos que no entienden que con lobos no hay posibilidades y que sin matorrales no habrá sustento para el ganado. Hay más problemas, pero esos son los básicos. Tan fáciles de defender y tan complicados de hacerlos entender... Toño, y los ganaderos que dan vida a este lugar, buscan un equilibrio que nunca llega en una batalla que jamás acaba.
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Su alma pertenece a estos montes. Por eso luchan sin descanso. Porque creen en su oficio y porque si no lo hicieran nada de lo anterior habría merecido la pena. No sólo les debemos los alimentos. También los valores que transmiten. Y las sendas y rutas que cogemos para disfrutar de ese regalo que son los Picos de Europa.
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Toño conoce los puertos de Cabrales, Onís y Covadonga porque empezó a recorrerlos cuando era un niño. Se unió a ellos cuando recorría aquellos montes en busca de las vacas que compraba su padre en la feria de Corao, el 26 de mayo. Cuando los animales subían al puerto, al inicio de aquella primavera, buscaban su lugar de origen, sus antiguos pastos. Unas habían sido mercadas a ganaderos de Cabrales, otras a los de Onís y así ellas volvían a su sitio y él les enseñaba cuál sería a partir de ese momento. Lo conoció todo, porque lo anduvo. Y eso le ha hecho ser quien es. Y querer lo que quiere.
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Eran otros tiempos, cuando empezó, como tantos otros, a querer el territorio y a valorar al ganado que servía de sustento a la familia. Eran tiempos en los que las majadas desprendían vida y los pastores llenaban, con sus familias, las cabañas.
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Resulta fácil imaginarlo, aunque fue, es, duro vivirlo. El trabajo en las montañas es cansado y a veces desapacible. No siempre hace sol y a veces las tormentas asedian mientras el ganado no aparece, pero hay que salir a buscarlo. La vida en las majadas empieza cuando el sol aún no ha salido y no termina cuando éste se pone. La actividad nunca para ahí arriba. Por eso es inquebrantable la voluntad de estos hombres, que perseveran, por mucho que llueva fuera.
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Por eso merecen respeto.
Por Eva San Román Noriega 12 de julio de 2022
"Encarnación, con sentimientos encontrados, animó a su hijo Manuel a emigrar. Tenía 17 años, mucho olfato para los negocios y un horizonte repleto de miseria si se quedaba junto a su familia en Panes, aquel pequeño pueblo del Norte de España. Ella le regaló un duro de plata justo antes de emprender su viaje. Aquel sería el único poder adquisitivo que tendría al llegar a Chile. Y también el único recuerdo al que agarrarse cuando la echara de menos.

Manuel guardó su ropa en aquella maleta oscura, vieja, acartonada y rígida dispuesto a embarcarse. Viajó a La Coruña en un tren cuyo traqueteo se había iniciado en la cántabra ciudad de Torrelavega. Dejaba atrás aquel joven la España dictatorial de Primo de Rivera de 1926.
El mes siguiente a su partida lo pasó surcando el Atlántico para amarrar anclas en Buenos Aires. Y aún faltaban tres días para llegar a Linares, su lugar de trabajo.

Durante los primeros meses no recibió ni un peso por el desempeño de su labor en aquella ferretería. Nada. Le daban cobijo y comida y aquello tenía que ser suficiente. Cuando sus zapatos se desgastaron hasta perder la suela, Manuel reclamó nuevamente su salario. Pero obtuvo una negativa por parte del patrón. Su jefe temía, dadas sus habilidades al frente del negocio, que si le daba dinero podría ahorrarlo y, con ello, podría "establecerse".

Y lo hizo, más adelante lo hizo. Con su cuñado Cecilio dio un paso al frente y decidió «establecerse» en Santiago de Chile.

Por aquel entonces existían en el país 76 ferreterías regentadas por emigrantes españoles. 8 se ubicaban en el Norte, 16 en Valparaíso, 37 en Santiago y 15 en la zona Centro-Sur, donde se encontraba Linares.

Manuel y Cecilio engrosaron aquella lista de ferreteros. Su ferretería se llamaría «La Campana».
Su periplo profesional marchaba acorde al trabajo que les había costado sacarlo adelante. Sin descanso, echaban su vida en aquella ferretería. Hasta que lograron ser un referente.

Ocho años más tarde de haber llegado al país andino Manuel tenia el suficiente dinero como para poder volver a ver a su familia. Y así, en 1934 se reencontró de nuevo con sus padres en su humilde hogar de Padrunu.

Volvió con su vida totalmente cambiada. Con un sendero trazado y un futuro más que prometedor en Santiago de Chile. Volvió también con la moneda de plata que su madre le había dado antes de irse. Se la mostró. Y le prometió que jamás la gastaría.

Y nunca lo hizo. Siempre iba en su bolsillo. Y siempre se aferró a ella, apretándola, cuando la nostalgia se le echaba encima y la distancia le hacía un nudo en la garganta".
Por Eva San Román Noriega 12 de julio de 2022
¿Por qué deciden qué debe ser recuerdo y qué olvido?

El 12 de julio de 1997 hacía sol. Había vacaciones y en mi casa andábamos a la hierba. Concretamente, dando la vuelta a mano a un prau en El Mazu, en Boja. Aquel día no hablábamos entre nosotros apenas. Estábamos en una especie de cuenta regresiva que nos había encogido el alma a todos. Estábamos pendientes de si ETA mataba, a las 16 horas, a un chaval que, además, era concejal y, a mayores, del PP. Y todo ello en el País Vasco.

Hasta dos días antes de aquel doce de julio no habíamos oído hablar de Miguel Ángel Blanco en la vida, ni localizábamos Ermua en el mapa si me apuráis. Pero dos días después de haberlo secuestrado lo sentíamos como parte de nosotros. Tanto que, de forma totalmente inusual, la labor de aquella tarde se paró antes de tiempo, antes de la hora límite que habían puesto los terroristas para decidir el futuro de aquel hombre de 29 años, ultimátum al Gobierno mediante para el acercamiento de los presos a Euskadi.

Recuerdo llegar de trabajar en bicicleta. Dejarla en la acera, apoyada en la verja que había en la ventana del salón de casa en Panes. Recuerdo que estaba de par en par, y recuerdo perfectamente a mi abuela renegar por lo bajo con la tele encendida. Entramos y nos sentamos.

- ¿Se sabe algo?
- Nada.

Y además de insultos e improperios llenos de rabia, allí no se habló más.

Lo único que se sabía a aquella hora es que había un país parado, pendiente de un hombre al que sabíamos que iban a matar, pero no queríamos creerlo. Un país clamando en silencio libertad y justicia. Pidiendo paz. Y respeto.

Pero no hubo paz. Ni libertad. Ni respeto.

A las 17:25 apareció el cuerpo de Miguel Ángel Blanco tiroteado en un descampado. Llegó hasta allí en el maletero de un coche en el que viajaban, además, tres terroristas.

Y lloramos. Como si fuera uno de los nuestros.

Hace 25 años de aquello y aún recuerdo el escalofrío y las lágrimas. Y el silencio. Creo que todo mi entorno sabe qué hacía aquel día. Y eso no es una casualidad.

Ahora, escribiéndolo, también duele. Y los ojos también se enjugan. Y sigue apeteciendo llorar.

Son las sensaciones, las nuestras, las más emocionales las que deciden qué es recuerdo y qué olvido. Y ninguna ley, ni histórica, ni democrática, podrá cambiar el cariz a lo que sentimos para teñirlo del color que más convenga.

Imposible olvidar. Tampoco esto.
Por Eva San Román Noriega 16 de junio de 2022
Cada vez que entremos en la bodega o mayemos en el llagar estarás con nosotros. Cada vez que miremos el Picu desde tu terraza, estarás con nosotros.
Hay muchas historias y lugares para recordar, porque ha sido una larguísima vida a tu lado, pero este sitio siempre será especial. Porque fue hecho por ti de la manera que te gustaba hacerlo todo: con mimo, paciencia y cuidado; con cabeza, sin dejar nada al azar. Porque fue un sitio que hiciste para que todos disfrutáramos. Juntos.
De ti aprendimos que si hacíamos algo, teníamos que hacerlo bien. Que los objetivos se consiguen con esfuerzo, tenacidad y trabajo. Y que no debemos olvidar dónde empieza todo, y más aún si gozamos del alivio de haber llegado donde queríamos. Tú lo conseguiste todo. Todo cuanto te propusiste. Por tu perseverancia, tu tesón y tu valía. Cuántas lecciones desde el inicio y hasta el final de tus días.
Pero qué despedida más dura e injusta.
No recuerdo ningún momento importante de mi vida en el que no estuvieras. Siempre ahí, cerca. Para lo bueno y, sobre todo, para lo malo.
Gracias. Por tu generosidad. Por tu cariño. Y, sobre todo, por lo que nos enseñaste.
Vamos a echarte muchísimo de menos, Jose...
Por Eva San Román Noriega 15 de mayo de 2022
La sonrisa, tímida, le iluminaba la cara y la sensación de gratitud era evidente en el gesto. “No se me va a olvidar nunca el día en el que tu güelu me compró un paquete de galletas”, le dijo cuando la reconoció. Era la nieta de Andrés y ella ni tan siquiera le había conocido.
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Eugenio iba a cumplir pronto los 70 y aquel recuerdo, al verla, le llevó a cuando andaba con pantalones cortos y moretones en las piernas. Debía tener siete años y “en los pueblos es verdad que hambre no pasamos, pero las realidades hay que hablarlas y necesidad de muchas cosas sí tuvimos, sobre todo de cosas dulces, las galletas las veíamos en las fotos…”. Tal vez por eso, casi 63 años más tarde recordaba la escena con tanta nitidez. Se quedó un rato en silencio, con la mirada fija en el palo que movía en la campera húmeda que rodeaba la cabaña del puerto
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Allí iba Eugenio, cada día, a atender el ganado, el suyo y el ajeno. “Aquí es donde mejor se está, yo no me quiero jubilar, el otro día bajé al pueblu y no veía la hora de volver pa acá”. Dormía en una cabaña hecha de adobe y piedra, y arreglada con el paso de los años. Allí la vida tenía otra cadencia. Otra perspectiva. “La gente cambió, no hay valores, ni principios, lo veo cuando estoy muchu tiempu abajo”, lamentaba mientras volvía al pasado.
“Una vez, siendo guaje, mi padre andaba haciendo obras en dos cuadras, teníamos que ir a palos y luego tejerlo paa ponelo en suelu, aquel día, me acuerdo como si fuera ayer, teníamos allí más de veinte cargas de varetas y apareció tu güelu:
-Hombre, José, ¿cómo no pones pontones y luego traes tabla pa poner encima?, le preguntó siendo consciente de que aquella tarea iba a llevar días, con la consiguiente pérdida de jornal que aquello suponía y el trabajo que llevaba la labor.
-Porque no tengo con qué pagar, le dijo mi padre, que era un hombre que asumía la vida como le iba llegando.
-Tú pide la madera y ya me la pagarás cuando puedas, como si tardas cinco años, apuntó justo antes de marchar con aquel gesto de serenidad que siempre tenía Andrés.
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Y así lo hizo. Pidió la madera y acabó la obra mucho antes de lo previsto. “En cuantu juntó la perras, vendería oveyas y xatos, o la lana y la leche, vete tú a saber, lo primero que hizo fue ir a pagar a tu güelu. No sé cuántos meses habían pasau desde que había contraídu la deuda, pero unos cuantos seguru. Nosotros teníamos falta de ropa, pero lo primeru era lo primeru y eso que Andrés no había reclamau nada, nunca, ¿eh?”, advierte.
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Pero antes, “la palabra valía más que cualquier otra cosa y eso, hoy, ya no es así. Con lo que tu güelu hizo aquel día no solu consiguió que nosotros acabaramos primero, sino que la obra tuvo un resultau muchu mejor. Buenu, allí está la tabla de castañar en las cuadras puesta tovía, si no es por él, esi suelu ya estaba abajo, seguru”.
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Y así fue como Andrés, y su padre, enseñaron a Eugenio que “pa andar por la vida, hay que ser un paisano. Y tener palabra”.
Por Eva San Román Noriega 27 de abril de 2022
Sabina y Juan se sentían orgullosos. Al fin y al cabo aquellos animales que devolvían la vida a los Picos de Europa eran el fruto de su trabajo. Eran algo propio. Eran su esfuerzo, el resultado de levantarse antes del amanecer para cebar y atender en las cuadras. Cada día, durante meses. Desde las primeras nieves del otoño hasta las luces de la siguiente primavera. Era inevitable no levantar la cabeza al verlas desfilar, al fin, en el camino hacia la libertad, la de ellos y la propia, después de un invierno especialmente duro.
Sabina y Juan, como tantos otros ganaderos, se sentían orgullosos, pero sin darse la importancia debida. Con ellos, con su trabajo y sus animales, el paisaje se recompone cada año en los Picos de Europa. En un territorio que han protegido las normas, pero que protegieron primero los pastores, sin ajustarse a más administración que la del sentido común y las ordenanzas propias.
Aquellos primeros pastores crearon una cultura. Hoy sólo unos pocos creen en ella. Y un puñado, apenas un puñado, seguirá luchando por mantenerla. Y a ellos habrá que agradecerles que el paisaje siga recomponiéndose cada primavera cuando la vida vuelva a los montes altos del parque nacional de los Picos de Europa.
Por Eva San Román Noriega 8 de marzo de 2022
Hortensia sigue sonriendo a la vida, como si ésta no la hubiera golpeado con fuerza tantas veces. Nació hace 75 años en el pequeño pueblo de Huexes, en el concejo de Parres. Labró la tierra desde pequeña, ayudó en casa cuando comenzaba a tener uso de razón y dedicó su vida, de un modo u otro, a cuidar a su familia. Entregó todo y no echó de menos nada.
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Sólo, como siempre sucedía, se adaptó sin plantearse más. Me acuerdo de bajar a Arriondas con mi madre a vender huevos, maíz, castañas, habas… lo que hubiera dado la tierra hasta el momento”, explica con la mirada fija. “Eran tres kilómetros pa bajar cargadas y tres pa subir, cargadas también si no habíamos vendido, pero había que vender, porque con lo que llevábamos teníamos que traer aceite o azúcar, o lo que fuera pa comer, así se hacía, era la miseria absoluta, pero íbamos tirando”, recuerda. Y lo hace satisfecha porque “antes era todo distinto, estrenábamos contentas una ropa en Santiago y eso era lo que teníamos pa salir todo el año, y felices, ¿eh? Ahora no nos cabe en los armarios y todavía nos quejamos”, lamenta. “La vida te va haciendo así, ahora tenemos más gastos porque nos hicimos a tener más necesidades, pero con menos también se puede vivir”. Otra cosa es “el tema del agua o la luz, que aquello era por demás, teníamos que ir a la fuente La Pipa pa poder beber, y al río Santiago pa poder lavar la ropa, y pa poder bañarnos, claro, porque en casa teníamos palangana, pero de bañera, ni hablar”.
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Al principio, “teníamos dos vacas, porque no había perras pa más, está claro, aunque fuimos aumentando poco a poco” y labrar la tierra iba dando frutos que servían para tirar. Hambre, poca. Aunque en alguna ocasión, en otoño, “me acuerdo que la Chita ya no daba mucha leche, y después de asar las castañas, mi padre nos decía ‘castañes comer les que queráis, pero el sorbín de leche que sea pequeñu’ “. También, “ahora que lo pienso, mi madre nos tenía que atar el pan a un pontón de la cocina pa que no lo comiéramos porque acabábamos con ello”… Al final, “uno de mis hermanos se fue a Cuba, a buscar mejor futuro y ayudarnos algo en casa. Porque dinero poco. Cuando mi padre enfermó las cosas empeoraron. No había Seguridad Social, ni adelantos de ningún tipo. Había que pagar el taxi para ir al médico, al médico, los medicamentos, si había que poner inyecciones, a la practicanta… no sé ni cómo lo hacíamos”, reconoce. Su otro hermano, Pin, también estuvo enfermo, tuvo meningitis y la enfermedad le dejó secuelas que nunca le permitieron vivir solo. “Yo le cuidé, y viví con él siempre”, dice Hortensia. Y lo hace con un cariño que le nace del alma.
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“Nunca me quise ir de aquí, a dónde iba a ir. Me casé con Gonzalo, que también trabajaba el campo y aquí estuvimos, hasta que murió con 55 años” y la dejó a ella, con 48, tres hijos, 22 vacas de leche y las tierras. Trabajó todo. Y lo sacó adelante. Ahora lo cuenta como si aquello no hubiera sido una hazaña. Porque las mujeres, las rurales tal vez más, son así: calladas y trabajadoras. Son lo que heredaron de sus madres. “Igual algo de lo que traigo en los huesos es de aquello, de mecer e ir con las perolas encima, y luego sacarlas al camino pa que pasara el camión a recogerlas… muchu trabayé, sí”, dice resignada. Pero sólo se permite recordar, y entristecerse, unos segundos.
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Porque Hortensia mira a la vida con un aire jovial. Su familia, a la que adora, la idolatra. Perdió a un hijo cuando éste tenía 45 años, “fue una desgracia, toda la vida pensando que se iba a matar en el trabajo y se me fue al lao de casa”. Fue la última bofetada que superó, pero no la única. Supo levantarse cada vez y “tirar, porque hay que tirar”.
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El ganado, el campo y la agricultura “fue lo que nos dieron de comer” y tan bien supo contarlo e inculcarlo que su hija Charo heredó la costumbre y, a día de hoy, “vende por donde puede todo lo que cosecha, así se gana la vida, como lo hicimos nosotros, pero claro, ahora tiene que vender más, porque, como te digo, parece que necesitamos más para vivir”.
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No hubo abundancia, ni mucho tiempo para el ocio, pero aun así Hortensia echa de menos aquellos tiempos porque “la gente antes era distinta”. Porque en los pueblos “los vecinos se ayudaban unos a otros. A mí nunca me dejaban sola cuando íbamos a lavar al río porque yo era la más pequeña, y nos ayudábamos en las cosechas cuando tocaba a unos y luego a otros, antes había más unión. Igual es porque todos éramos pobres. Ahora que parece que somos ricos, no miramos tanto los unos pa los otros”, evidencia.
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Es difícil no querer a la que hoy será galardonada como Mujer Rural del Oriente de Asturias 2020 por el Colectivu Feminista de la misma comarca. Complicado no querer quedarse escuchándola para contagiarse de ese carácter risueño y bondadoso. Hortensia se ha enfrentado cada día a la lucha interna de haber despedido a tantos seres queridos, y de haber renunciado a tantas cosas que sólo ella sabe. Ella también se ha ocupado de que nadie sepa que libra esa batalla. Porque Hortensia siempre sonríe, aunque a veces tenga ganas de llorar.
Por Eva San Román Noriega 8 de marzo de 2022
Por las mujeres arremangadas, echadas palante, con un par de ovarios bien puestos, con mucha independencia y con toda la intención de valerse por ellas mismas.
Aunque una cosa os digo también. No tenemos que valer para todo para sentirnos empoderadas. Porque no tenemos por qué excluir para sentirnos incluidas.
Queda mucho que andar, y nosotras dos vamos a caminarlo desde el respeto.
Porque en esta casa se cree en la igualdad, en el feminismo sin crispación, sin política, en el poder curativo de los caldos en la nevera, en la capacidad que va más allá de enseñar las tetas, y en los amigos varones que lo mismo te ponen un suelo que te traen unas croquetas, que te “auscultan” un coche o te matan un ratón. En esta casa se cree en la educación, en la coherencia y en el sentido común. Y desde esa humilde postura intentamos romper los techos de cristal que se nos vayan poniendo por delante sin necesidad de culpar, criminalizar y deshonrar a nadie.
Las que nos preceden, que sí lo tuvieron bien turbio, fueron lo que pudieron ser a base de coraje, fuerza y valentía. Y nos allanaron el camino para que ahora nosotras seamos lo que queramos ser.

¡Feliz día, mujeres!


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