Mateo visitaba a Enzo todas las semanas desde que éste había perdido a sus padres. Se sentía culpable porque consideraba que aquella noche, hacía ya 14 años, no había hecho lo suficiente. Aún no había podido quitarse de encima aquel recuerdo. Ni aquel dolor.
Era un jueves del mes de noviembre. Enzo tenía cuatro años y jugaba con su padre a la oca delante de la chimenea cuando el viento de la calle, huracanado, revolvió las brasas e hizo saltar una chispa a las cortinas del salón. En segundos, las llamas lo devoraron todo. La luz se apagó y en casa de Enzo se generó el caos. Y, poco tiempo después, se hizo el silencio.
En el parque de bomberos departían en la sala de espera. Cuando los cinco efectivos que estaban de guardia hablaban sobre la tranquilidad de aquella semana, se activó la alarma. En dos minutos, 120 segundos exactos, el equipo estaba listo y en el camión.
No tardaron en llegar. Ni tampoco en darse cuenta de que aquella imagen dantesca presagiaba un final atroz. “Si hay alguien dentro, va a ser complicado”, lamentó el jefe de la cuadrilla mientras caminaban, organizados, frente a la vivienda en llamas. Aun con todo, nada les detenía. Nunca. Siempre lo intentaban, hasta que ya no había ninguna posibilidad.
El humo impedía cualquier visión. Al entrar sólo se escuchaba el crepitar del fuego, y los chasquidos de la madera, cayéndose. Buscaron como pudieron en medio de aquella vorágine de llamas. Hasta que los encontraron. Mateo intentó reanimar al hombre durante el tiempo en el que tardaron en venir los servicios sanitarios. Lo intentó con todo su empeño. Practicó todas las maniobras posibles y se culpaba por no haberlos hallado antes. Su compañero Pedro hacía lo propio con la mujer. Cuando la ambulancia llegó con el equipo médico certificó lo que ellos no querían creer. Los dos habían muerto.
Un vecino preguntó por el niño. Y Enzo apareció en la calle. Su padre, dijo, lo había sacado de la casa y había vuelto a por su madre, que estaba dándose un baño en la planta de arriba. El pequeño no vio a sus padres, tendidos en el suelo frente a la vivienda. Y sus ojos, llenos de terror y tristeza, se clavaron en los de Mateo.
- Yo de mayor quiero ser bombero, -le dijo el pequeño mientras lo abrazaba con la inocencia más tierna de un pequeño de cuatro años-. Como tú, zanjó.
Mateo se echó a llorar.
Enzo había cumplido 18 años. Aquella semana, cuando Mateo lo recogió en casa de sus abuelos, fue para inscribirse en la convocatoria del servicio de bomberos de la comunidad. Habían hablado mucho sobre el suceso en donde sus padres perdieron la vida. Pero Mateo nunca se había perdonado.
- Ninguna mala persona arriesgaría su vida por salvar la de otro. Por eso siempre he querido ser como tú, como vosotros, le dijo al bajarse del coche, después de que, oficialmente, Enzo fuera ya un aspirante a bombero.