Tenía sólo seis años cuando corría de los bombarderos que perturbaban la paz de su pueblo. Recordaba con auténtico terror aquellos días en los que lloraba por puro miedo.
Aprendió antes a cocinar que a saltar a la comba. Dedicaba más tiempo a las labores del campo que a jugar con sus amigas. Se encaró con la miseria y afrontó con valentía el telegrama que anunciaba la muerte, en el frente, de su hermano y de su padre.
Manuela no tuvo una infancia buena. Ni tampoco lo fue su vida. Aunque su madre había hecho todo cuanto había podido, no habían logrado demasiado. Al final, halló un equilibrio, por méritos propios y por la inercia de la vida a la que se fue acomodando.
Tras ella dejaba una historia de sacrificio y lucha. Pudo ser feliz, a veces, con Gerardo. Un hombre que le dio alegrías, pero muchas penas. Un hombre con el que su madre se empeñó en casarla porque era el único modo de prosperar. También le tuvo miedo.
Tuvieron dos hijos, uno igual que el padre, el otro igual que ella. Nada podía ser nunca completo. Cuando todo parecía adquirir una cadencia tranquila, aquel marido, machista por tradición, murió. Justo en aquel momento, cuando la vida se veía de otra forma y el carácter se había ido amoldando. Justo en ese instante en el que él se había dado cuenta de que Manuela era una mujer buena que había consentido sus caprichos de hombre rudo toda la vida. Justo cuando al fin habían aprendido a quererse, Gerardo murió. Siempre haciendo las cosas sin contar con ella.
No tardaron en llegar los nietos. Los vio crecer y hacerse adultos responsables. Les dio, a escondidas, todo cuanto pudo. Fue una abuela feliz. Plena. Era la primera vez que a su alrededor todo estaba equilibrado. Presumía con sus amigas de ellos en las tardes en las que se juntaban en el banco que había junto a la casa. Era su "fisbuk", le decía a sus nietos Carlos y Amalia. Ellos se reían. La adoraban. Por fin alguien la adoraba.
- Uno estudia veterinaria y la otra está haciendo biología, los dos en la capital. Solos, buscándose la vida, que tienen que curtirse, repetía cada día.
Porque Manuela era una abuela consentidora, pero sabía había que ganarse la vida echando el resto.
Cada tarde aquellas seis mujeres tejían, paseaban y charlaban. La vejez era aquello, una suerte de compañía que, a diario, te ofrecían los vecinos. La familia era lo primero, pero tenía su ritmo, su trabajo y su propia vida. La casa de Manuela era la de todos, pero sólo los fines de semana. Quién le iba a decir que echaría de menos a Gerardo.
Una noche comenzó a sentirse mal, y llamó a Guillermina. No encontraba el termómetro por ninguna parte y tenía que mirarse la temperatura. Si tenía fiebre, debía llamar al médico, no fuera a ser que cogiera el virus aquel que había acabado con media China y llegaba a Italia sembrando terror. Tenía 39,4. Guillermina llamó al servicio de emergencias y a Manuela la ingresaron en el hospital.
Y, de pronto, volvió a tener miedo. Como cuando tenía seis
años. Como cuando huía de la muerte. Como cuando se escondía para que Gerardo
no la pegara. Había cumplido 90 años y había sobrevivido a dos guerras y a un
sinfín de penalidades. Qué había hecho su generación para que, al final, un
virus invisible la dejara sin aliento.
Volvió a huir, ésta vez de una bomba silenciosa. Volvió a escapar, ahora, 86 años más tarde, de un miedo incontenible. Y luchó, de nuevo. Hasta que la vida, al fin, se apagó.