No había vuelto a la casa desde el funeral. Era una sensación extraña. Eran pena y tristeza. Pero también incredulidad. Era tan irreal. Pero tan cierto…
Encendió la chimenea, se envolvió con la toquilla granate de su abuela, y comenzó a leer lo que hacía sólo dos meses había escrito…
“Por cada desgracia que pasaba, intentaba pensar en que lo siguiente sería mejor. Por cada sufrimiento que sentía, intentaba centrarme en lo feliz que había sido en otros momentos. A veces parecía que no quería afrontar la realidad, pero yo sólo intentaba vivir sabiendo que la vida te quitaba, pero también te daba.
Yo creía que el peor día de mi vida había sido cuando la Guardia Civil se presentó en casa para decirnos que a mi hermano lo había matado una bomba cuando iba detrás de unas vacas a la feria de Corao. En otra ocasión había pensado que lo peor de mi vida era no poder volver a la escuela. Pero al menos había aprendido a sumar, restar, leer y escribir y ya no sería una analfabeta. A menudo creía que mi vida era peor que la de cualquiera que no tenía que trabajar con mi edad, cuando pensaba en que con 7 años debería estar jugando y no trabajando para aportar algo en casa. Pasamos muchas penas. Y muchas miserias. Trabajamos sin descanso. Y también fuimos muy felices porque aprendimos a serlo con lo que teníamos.
Más adelante seguí sumando peores días. Nunca olvidaré la muerte de mi madre. Jamás. Ni tampoco el instante en el que a mi marido, a los 65 años, le detectaron un cáncer de pulmón. Quise morirme con él. No es que no fuera justo, es que no podía pasar eso en aquel momento en el que todo estaba encaminado y mirábamos a la vida sonriendo, con la paz que te da tenerlo todo en orden alrededor. Nunca nada estaba demasiado tiempo bien.
Unos años más tarde sería mi hija quien sufriera cáncer. Ella pudo vencerlo, pero aquello me hizo pensar en la posibilidad de perder a un hijo y aquel dolor, sólo de pensamiento, era del todo insoportable. Entendí que siempre puede haber algo peor que lo anterior. Y que no podemos lamentarnos de forma constante.
Crecí con mis dos padres y mis cuatro hermanos. Me casé con un buen hombre y tuve cuatro hijos, ocho nietos y tres bisnietos. Viajé y conocí mundo. Disfruté de mi familia. Y fui feliz. Bailamos, cantamos, reímos, lloramos. Nos enfadamos, nos reconciliamos, nos distanciamos y volvimos a unirnos. La vida es todo eso y son las tristezas las que nos hacen valorar las alegrías. Y son los vacíos que dejamos al irnos los que nos hacen ser conscientes del hueco tan enorme que llenábamos”
La abuela había escrito aquello dos meses antes de morir. Aunque ni ella misma podía haberlo imaginado. Era una mujer llena de vida, de fuerza, de ganas, de planes… Qué injusto robarle sueños a quien todavía tenía ganas de cumplirlos. Qué importaban los 90 años si en sus ojos aún había brillo…
La algarabía de los pequeños la sacó de aquellos pensamientos.
- Voy a sentarme en su sofá porque me pidió que lo guardara, dijo su hija de cuatro años mientras tomaba posesión del asiento de la bisabuela.
- ¿Cuándo te lo pidió?, le preguntó su hermano.
- Se lo voy a devolver cuando vuelva, respondió ella obviando aquella cuestión que no quería responder.
- ¿Y si no vuelve?, le planteó él, sabiendo que la pequeña no quería asumir que la bisabuela había muerto.
- ¡Claro que va a volver!, gritó ella con los ojos llenos de lágrimas, ¡claro que va a volver!, repitió más fuerte.
Qué difícil encontrar el equilibrio. De momento iba ganando la tristeza. Aunque quizá la vida que sonríe era tenerlos a ellos revoloteando, jugando, gritando… queriendo ocupar el sofá de la bisabuela para guardárselo hasta que volviera…